A mediados del siglo XIX, comenzó la conciencia sobre la conservación de los monumentos, especialmente tras presenciar el estado de ruina o degradación que los edificios estaban sufriendo con el paso del tiempo.

Recuperar la forma prístina

Viollet-le-Duc (1814-1879), fue uno de los primeros que presentó sus teorías sobre restauración. El arquitecto estableció el restauro estilístico, es decir, rehacer el monumento tal y como fue, otorgándole importancia a la unidad formal y estilística. Sin embargo, su planteamiento iba más allá puesto que quería recuperar la forma ideal, para lo que despojó a los monumentos de otros estilos añadidos que no tuvieran que ver lo que consideraba la forma prístina. Sus detractores le acusaron de generar falsos históricos, al producir obras no auténticas.

El monumento vive y muere

Por el contrario, John Ruskin (1819-1900), contemporáneo de Viollet-le-Duc, defendió la autenticidad histórica y aboga por la no intervención. Comparaba la vida de un edificio a la de un ser vivo, que nace, vive y, finalmente, muere. El monumento es una obra de arte que pertenece al creador y no podemos tocarla porque no nos pertenece. Por ello, restaurar sería equivalente a destruir porque se generan imitaciones. De esta forma, la única forma de evitar la ruina es la conservación.

El restauro científico

El tercer gran teórico de la restauración es Camilo Boito (1836-1914). Se le considera el padre de la restauración científica o del restauro moderno. Basándose en las ideas de Ruskin, concibe el monumento como obra arquitectónica e histórica. Antepone la conservación a la reconstrucción y propone que coexistan los diferentes estilos del edificio y diferenciar de forma clara lo antiguo del añadido moderno, para que quede constancia y no se comentan falsos históricos.